Publicamos este interesante texto sobre la polémica entre el
cantautor Rubén Blades y el Presidente Nicolás Maduro:
¡Qué fallo!
por Guillermo Rodríguez Rivera
Las verdaderas revoluciones son siempre
difíciles. Che Guevara sabía algo de eso y decía que, en las verdaderas, se
vence o se muere, porque una revolución no es una tranquila, pacífica obra de
beneficencia, como cuando las encopetadas damas de la alta sociedad salen a
hacerle caridad a los que no tienen justicia.
Una revolución es un vuelco, una ruptura, un
abrupto cambio de perspectiva. Es cuando los oprimidos dejan de creer en que
los que mandan –los que los oprimen– tienen la verdad de su lado, y piensan que
el mundo puede ser diferente de como ha sido hasta entonces.
Pero claro que los opresores no se resignan a
abandonar sus posiciones de dominio y luchan a vida o muerte por ellas, aunque
aparentemente, los “otros” sean sus connacionales: enseguida se enajenan de la
mayoría del pueblo, porque las revoluciones –no los golpes de estado– siempre
son obra de la mayoría.
En un respetuoso diálogo con el presidente
venezolano aunque no tanto con sí mismo, el cantautor Rubén Blades, hace años
uno de los abanderados de la canción social en América Latina, expone su concepto de revolución:
Para mí, la verdadera revolución social
es
la que entrega mejor calidad de vida a
todos,
la que satisface las necesidades
de
la especie humana, incluida la necesidad
de
ser reconocidos y de llegar al estadio
de
auto-realización, la que entrega oportunidad
sin
esperar servidumbre en cambio.
Eso,
desafortunadamente, no ha ocurrido
todavía
con ninguna revolución[1].
Ni va a
ocurrir en ninguna revolución verdadera, Rubén. No era sino la voluntad de
mejorar la calidad de vida de la gente lo que inspiró la Reforma Agraria
cubana, que entregó parcelas a miles de campesinos sin tierra y, esencial para
procurar mejor calidad de vida, fue la alfabetización cubana de 1961, –porque no hay autorrealización sin
saber leer– pero
enseguida llegaron la invasión de Bahía de Cochinos y el bloqueo económico que
es repudiado cada año en la ONU, aunque acaba de cumplir 52.
Me fascina
esa idea de que una revolución social “satisface las necesidades de la especie
humana”, y claro que eso solo lo hace una revolución cuando se la ve
históricamente: no habría democracia ni derechos humanos sin la prédica de los
iluministas: sin Voltaire, Montesquieu, Rousseau, pero los que llevaron
adelante esas ideas en la práctica social, los que las impusieron como
“necesidades de la especie humana” –Danton, Marat, Robespierre , porque las
monarquías gobernaban por derecho divino– guillotinaron a la aristocracia
francesa que se rebeló contra ellas, la aristocracia que ahogaba en
sufrimientos, en miseria los derechos de lossans culottes, acaso los que Evita Perón llamó en su momento
“los descamisados” y Martí “los pobres de la tierra”.
El tiempo
ha pasado, nos recuerda Blades, pero los derechistas venezolanos llaman “los
tierrúos” a esos pobres sin zapatos que ellos explotan en el siglo XXI. Es
imposible que una revolución haga felices a los dos grupos, porque la
revolución va a dar justicia, y hacer justicia no es una fiesta de cumpleaños.
Es decir
que nunca ha habido una revolución social como entiende Blades que debe ser.
¿Será que él no sabe lo que es una revolución social? Según se deduce de lo que
escribe, no lo la sido ni la inglesa, ni la francesa, ni la rusa, ni la
mexicana, ni mucho menos la cubana que lideró Fidel Castro. Presumo que tampoco
la venezolana de hace doscientos años, pese a que Blades escribe de esa
Venezuela que ama como “el pueblo de Bolívar”. Y ¿qué hizo el Libertador? ¿Una
tranquila y plácida obra de bienestar social? No gritó Patria o Muerte, sino
que firmó un decreto de guerra a muerte para los enemigos de la patria, que
eran los de la revolución.
Blades no
sólo lo proclama ahora en esa respuesta a Maduro, sino que lo cantaba en sus
canciones latinoamericanistas: “de una raza unida, la que Bolívar soñó”.
Entonces, ¿el intento de realizar el sueño de Bolívar no es el proceso
integrador que emprendió Chávez, y que enfrenta a un imperio que nos quiere
divididos, sino que únicamente servirá para mover el culo bailando salsa? Y
cantar a voz en cuello: “A to’a la gente allá en los Cerritos que hay en
Caracas protégela”. A “to’a esa gente” la protegen, además de María Lionza, los
médicos de Barrio Adentro, porque esos que gritan y agreden en las calles no se
ocuparon jamás de la salud de los venezolanos humildes.
Tal vez
fue María Lionza la que los mandó a bajar de los Cerritos, cuando el golpe de
estado de abril de 2002, para sitiar el ocupado palacio de Miraflores y exigir
el regreso del presidente que habían elegido. No te dejes confundir,
Blades, “busca el fondo y su razón”, y trata de entender las revoluciones de la
historia, no las que soñamos para tranquilizarnos.
Para
Blades, el programa político del chavismo “obviamente no es aceptado por la
mayoría de la población”. Lo que quiere decir que la mayoría que eligió a
Maduro, no lo es. Blades ignora las 18 elecciones ganadas por el
chavismo y el casi 60% de votantes que el PSUV obtuvo en las elecciones de diciembre –que la derecha dijo que sería un
plebiscito– y declara
mayoría a los representantes de la vieja derecha derrocada por Pablo Pueblo,
porque ese hombre –nos recordó Neruda– despierta cada doscientos años,
con Bolívar.
Me
recuerdo a mí mismo, en los años setenta, en el antiguo apartamento de Silvio
Rodríguez, con su puerta negra en la que había golpeado el mundo, descubriendo
los primeros trabajos de Rubén Blades con la orquesta de Willy Colón. Nos
encantábamos de encontrar una salsa patriótica, “La maleta”, aunque sabíamos
que no eran ideas unánimes entre los latinoamericanos. Ninguna idea hondamente
renovadora consigue apoyo unánime, al menos cuando aparece: el poder
establecido –eso que los norteamericanos llaman stablishment–tiene
muchos resortes, muchas maneras de “convencer”, de imponer sus intereses, y
sabe que son pocos los que no ceden ante ellos.
Una cosa
es cantar y otra vivir lo que se canta, y cantarlo en todas partes. Tengo vivo
el recuerdo de ese extraordinario salsero que es Oscar D’Leòn, cantándole, en
los años ochenta, a un público cubano que lo adoraba, que llenaba un coliseo de
15 mil localidades para escucharlo y cantar con él. Lo recuerdo feliz,
arrojándose al suelo del aeropuerto de La Habana para besar la tierra de la
isla al partir y, a
las semanas, lo vi abjurando de su viaje a Cuba, cuando los magnates del disco
en el Miami contrarrevolucionario, lo acusaron de comunista por cantar en La
Habana, y amenazaron con cerrarle todas sus puertas, que eran también las más
lucrativas de su realización como artista.
Oscar sabía que esa derecha, esa burguesía –y
mucho menos el poder imperial que tenían detrás– no bromeaban: a Benny Moré,
que era el mejor cantante de América Latina, la RCA Víctor no le grabó un disco
más cuando decidió quedarse a vivir y a cantar en la Cuba revolucionaria.
Todo me lo explico, pero tengo la tristeza de
que ya no podré escuchar a Rubén Blades como ese cantor de nuestra América que
quiso ser.